Paco Barragàn
Art critic
Artishock
La vista llega antes que las palabras. El niño mira y ve antes de hablar. Con estas frases, John Berger abría en el año 1972 el primer ensayo de su icónico libro Modos de ver. Han transcurrido desde entonces 55 años y —siguiendo una vez más a Berger— la vista continúa estableciendo nuestro lugar en el mundo. Vemos, miramos a nuestro alrededor, y nos explicamos ese mundo a nosotros mismos y a los demás. A veces, si nos sentimos con ambición, intentamos ubicarnos históricamente en tanto que sujetos. Y esto es lo que hacemos en el mundo del arte, básicamente: mirar, observar y apreciar obras de arte —es decir, imágenes— y describir lo que vemos ante nuestros ojos mentalmente (para nosotros mismos) o bien a través de la palabra hablada o escrita (para terceros). Esta acción de percepción o apreciación no existe sin la palabra. La imagen no existe hasta que ha sido interiorizada y verbalizada, hasta que ha sido explicada. Y, sin embargo, ni Panofsky ni Gombrich ni el mismísimo John Berger conocen cómo se define este ejercicio que es el ‘padre nuestro’ de cada día. Sorprendido decidí realizar una pequeña muestra entre 20 personas por redes sociales —entre ellos figuraban críticos de arte, curadores, directores de museo, galeristas, artistas y algún coleccionista de diferentes países, razas, edades y sexo— para ahondar en esa fascinante relación entre la naturaleza de la imagen y la palabra. El resultado es que nadie supo decir cómo se llamaba esta actividad, a pesar de que todos contestaban lo que fuera. Me recordaba la misma situación cuando alguien te pregunta si conoces a tal o cual artista: nadie dice de frente que no lo conoce, todos dicen que sí. Es evidente que en el mundo del arte admitir que no se conoce a tal artista o tal concepto sigue siendo absolutamente tabú… Y aunque la muestra es pequeña e incumple las exigencias mínimas de un muestreo serio, es lo suficientemente significativa de cómo ni la historia del arte, las bellas artes o la estética están suficientemente equipadas para relacionarse de una manera crítica con la sociedad de la imagen actual, al carecer de las herramientas y los conceptos más elementales para articular y desentrañar los “modos de ver” de hoy. Supongo que estamos de acuerdo en que los modos de ver de hoy no tienen mucho que ver con los modos de ver de ayer. Lo que también implica que si uno quiere entender las complejidades y las contradicciones de la sociedad de la imagen, bien hace mirando extramuros e investigando por su cuenta ante las lagunas que, en particular, la historia del arte es incapaz de cubrir… Decía Berger también que las imágenes se habían hecho al principio para evocar la apariencia de algo ausente. Y si ese algo ausente fuera la propia visión? Uno jamás se plantea esta hipótesis o ese escenario. Sería demasiado terrible al estar nuestro entendimiento del mundo condicionado por lo visible, estando el tacto, el gusto, el oído y el olfato relegados a un papel secundario. Con todo, estos pensamientos me sobrevinieron cuando estaba inmerso en la instalación Blind Vision de la artista Annalaura di Luggo hace unas semanas en el Instituto Colosimo de Nápoles, una institución para ciegos y personas visualmente impedidas. Con el paradójico título Blind Vision, el proyecto comisariado por Raisa Clavijo constituye una cuando menos curiosa mezcla entre investigación artística, científica y sociológica. Al arte le venimos pidiendo con fuerza durante los últimos decenios esa capacidad de adentrarse en otros terrenos y arrojar una mirada diferente. Recurriendo a los recursos tecnológicos de la ciencia oftalmológica, Annalaura Di Luggo ha patentado una cámara de alta definición que es capaz de fotografiar la estructura del iris humano, sin el reflejo de la luz. Esta nítida reproducción del iris es trasladada mediante técnicas de macro-fotografía a fotografías digitales y cajas de luz de tamaño grande. Desde hace ya varios años, Di Luggo viene fotografiando cual August Sander el iris de abogados, estrellas de cine, académicos, estudiantes, cocineros, mecánicos, prisioneros, personas sin hogar, cantantes y músicos, inmigrantes, refugiados y, últimamente, también de personas ciegas. El archivo visual sigue creciendo ajeno a condicionantes de orden social, edad, raza o género. Al contemplar de cerca esta serie de imágenes del iris humano sobreexpuestas y ampliadas a un tamaño XL, es difícil no pensar en la idea de lo sublime: capaces de generar atracción y pavor al mismo tiempo. Apagados, coloridos, unos con manchas, otros con relieve, los iris se asemejan a obscuros, obscenos y extraños cráteres que conjugan una única sensación de belleza y temor. Incluso había un iris sin pupila, una suerte de agujero negro en el centro del ojo, que personificaba sin duda esa idea del horror de lo estético o lo ‘estético horroroso’. Imágenes extrañadas éstas que nos recuerdan forzosamente la famosa escena de la película El perro andaluz de Salvador Dalí y Luis Buñuel. Además de las fotografías en gran formato, Blind Vision consiste en una instalación multimedia en la que la imagen, el sonido y la palabra se dan la mano. Aquí la artista trabajó con 20 personas ciegas a las que entrevistó y cuyo iris fotografió. Adoptando un enfoque más en la tónica del arte participativo y social, que persigue en este caso mostrar la “invisibilidad” del mundo de los ciegos, la artista cuestiona la relación tradicional entre el objeto de arte, el propio artista y la audiencia ubicándose, como diría Claire Bishop en Artificial Hells, en la posición de “colaborador y productor de situaciones”. Y en este sentido tal vez no debería llamarse arte o tal vez sí dado que, a pesar de que existen unas determinadas formas visuales, el análisis no solo ha de ser conectado con lo visual. Ubicada literalmente en una suerte de cueva de Platón del Instituto Colosimo, a la que se accedía descendiendo una rampa, el espectador se hallaba de pronto inmerso en la oscuridad de una instalación-ambiente erigida a partir de varias cajas de luz de forma ovalada que simulaban un ojo. Distribuidas por las paredes y el techo del espacio expositivo, las cajas de luz se encendían y apagaban secuencialmente mientras emitían de manera sincronizada fragmentos extraídos de las personas entrevistadas. Los testimonios abordaban la experiencia de vivir en el mundo de las palabras, las sensaciones y los olores, esto es, la experiencia de vivir en un mundo sin imágenes. La experiencia fue ese mismo día de la inauguración aún más acentuada en la participación de los visitantes en una acción denominada Blind Dinner: distribuidos entre unas 15 mesas redondas en una sala sumida en la más absoluta oscuridad, los comensales fuimos acompañados uno a uno por una persona ciega a nuestro puesto en la mesa. Los alumnos del instituto hacían de camareros y nos iban trayendo los platos, mientras un presentador —también ciego— al mando de un teclado iba explicando el menú y amenizando la velada cantando y contando chistes medio en italiano medio en dialecto napolitano. Esta experiencia relacional fue de lo más extraña. El camarero nos traía y retiraba el plato, pero nos correspondía a nosotros echarnos el agua o el vino en la copa. Si ya comer resultaba difícil, atinar a servirse vino en la copa en esa ciega oscuridad era poco más que misión imposible. No les tengo que explicar qué pasó porque estoy seguro que son muy capaces de imaginárselo… De repente, habíamos pasado del espectador pasivo a la categoría de co-productor o participante. ¡Difícilmente me podía imaginar que el tan anhelado status de espectador emancipado rancièriano iba a desembocar en esto! La experiencia de la cena a ciegas resultó bastante inaudita, aunque no tenga nada claro que volviera a repetirla. Como proyecto artístico a caballo entre la ciencia, la sociología y el arte participativo, Blind Vision me pareció interesante e inusual en tanto apunta a otros espacios y a otras audiencias, superando los clásicos límites y corsets del mundillo del arte. La pregunta que debemos hacernos es si Di Luggo ha sido capaz de promover nuevas y más emancipadas relaciones sociales, si la artista ha sido capaz de visibilizar un mundo invisible, un mundo sin imágenes. El arte es, al fin y al cabo, y cada vez más una plataforma de experimentación que se nutre de diferentes mundos, y persigue en muchas ocasiones denunciar las perversas relaciones de producción social que genera el neo-liberalismo, y al que los movimientos políticos de izquierdas siguen siendo incapaces de oponer una alternativa más justa y viable. Pero el mundo del arte es también, y ante todo, un mundo de objetos e imágenes, por mucho que aún no sepamos cómo se denomina ese ejercicio al que con tanto ahínco y tanta pasión nos dedicamos y que, mutatis mutandis, podría reflejar el sublime kantiano: la inadecuación entre la imaginación de la imagen y la razón de la palabra.